Freddy Ginebra Celebrando la Vida: Cada Domingo es Fiesta
Desde hace un tiempo mi hijo José Aristides y su esposa Laura nos invitan a su apartamento a almorzar, donde ellos cocinan. No existen mejores chefs para mí, hagan lo que hagan, siempre acabo felicitándoles por la exquisitez de los platos. Ambos son sibaritas. Desde el sábado ya comenzamos a diseñar el menú y a saborear mentalmente.

Desde hace un tiempo, mi hijo José Aristides y su esposa Laura nos invitan a su apartamento a almorzar, donde ellos cocinan. No existen mejores chefs para mí, hagan lo que hagan, siempre acabo felicitándoles por la exquisitez de los platos. Ambos son sibaritas, y desde el sábado ya comenzamos a diseñar el menú y a saborear mentalmente lo que vendrá.

“¿Hongos te gustan?” me pregunta José.

“Mucho”, contesto.

“Te los voy a saltear en vino blanco, la receta del español Karlos Arguiñano”, afirma con entusiasmo.

“¿Pasta o risotto?” Y así comienza la elaboración de lo que siempre acaba en banquete. “¿Tienen lechugas? Porque si no las busco, ya saben que yo sin tomates y lechugas no puedo vivir”, continúo, mientras ellos se ríen y agregan a dúo: “y cebollas blancas, vinagre balsámico, aceite y queso rallado”.

La única condición es que el chef —mi hijo— exige que lo acompañemos mientras cocina. “¿Algún vino?” – “¿Blanco o tinto?”, se abre la botella. Otras veces, cervezas congeladas acompañan el rito dominical, y casi siempre, la uruguaya que es mi alegre nuera elige un acompañamiento musical de su tierra. Según van los ánimos, hasta baila entre salsas y cortes de cebolla alguna cumbia.

“¡Abuelo, esto es vida!”, grita muy desentonada mientras evoca sus tiempos en Tacuarembo o Peralta, lugares de su amada Uruguay.

Mis hijos son expertos en crear un festín. Los domingos, el rito es constante. Salimos tempranito al supermercado a comprar los detalles, y yo me pongo mi camiseta vieja, mis chancletas y mi boina de paja —aunque algunos me digan que voy muy mal vestido—. “No olvidemos el pan de agua, la mantequilla y a disfrutar seleccionando lo que me han encargado”, les digo.

Al llegar, me siento en un banquito al lado de la estufa, cuento historias y me pongo al día mientras embelesado contemplo cómo esta pareja de enamorados elabora el almuerzo.

No hay restaurante que compita con ellos; no me cambio por nadie. Si en este momento me preguntaran cómo definir la felicidad, sin titubear diría: “un domingo en la diminuta cocina de mis hijos viéndolos cocinar”. Estoy convencido de que en el cielo tiene que haber un fogón.